Angel Ricardo Ricardo Ríos, El placer del exceso. Por Tamara Díaz Bringas

El placer del exceso

Por Tamara Díaz Bringas

“El espacio barroco es el de la superabundancia y el desperdicio. Contrariamente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad –servir de vehículo a una información- el lenguaje barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial de su objeto”.
Severo Sarduy. El barroco y el neobarroco

Me gustaría partir de esta comprensión del barroco que propone Severo Sarduy, para un acercamiento a la obra de Angel Ricardo Ricardo Ríos: que apuesta también al exceso, a la prodigalidad, al desbordamiento.

Así, tanto en sus dibujos y pinturas como en las esculturas, hay una dimensión excesiva, una demasía que rebasa cualquier continente. En un movimiento centrífugo, las formas tienden hacia fuera, transgrediendo sus propios márgenes.

En la medida que se acerca al mueble, al objeto funcional, la escultura de Angel Ricardo parece concebida en términos relacionales, donde el espacio se hace cercano, fluido, y prefigura la presencia potencial del cuerpo.

Pero si la vinculación con el diseño y el mueble puede aludir además a un deseo de funcionalidad, de reconducción del arte a la vida cotidiana, su relación a lo funcional parece –sin embargo- una manera de subvertirlo, de enfrentarlo a sus propios límites.

De tal modo, la oficina que se organiza según una lógica cercana a la paradoja -donde es el escritorio lo que reposa sobre almohadones- pone en entredicho la utilidad del dispositivo burocrático y su racionalidad funcionalista
El apéndice superfluo y el gasto inútil vienen entonces a “ablandar” la rectitud del espacio de trabajo, devenido también espacio de juego.

Y no es casual que ello se realice a partir de unos suplementos blandos, inestables, vacilantes. Así como Claes Oldenburg había trastocado –a través del uso de materiales blandos y la exageración de escala- la percepción de las cualidades matéricas y funcionales del objeto industrial, Angel Ricardo altera nuestra relación con el objeto doméstico, pervirtiendo su funcionalidad misma.

Así, la desviación y la digresión desobedecen los dictados de una racionalidad instrumental, para regodearse en el juego y el derroche.

En algunas obras –como aquella en la que un cubo contiene un sofá en su interior- Ricardo Ríos utiliza la geometría para transgredirla. Y, en este caso, la coherencia, la perfección y la estabilidad de la forma geométrica es contaminada, al trocarse en un objeto de uso completamente diferenciado y contingente. El cubo aparece -entonces- desbordado, y su estabilidad amenazada por el desequilibrio.

De igual manera, otra de las piezas pone en escena un juego de mutaciones, donde un mismo elemento puede ser cuaderno, silla o mesa. Aquí, la utilidad efectiva del mueble resulta menos importante que la paradoja y el juego. La funcionalidad se da como una promesa siempre diferida y sólo parcialmente realizada.

Menos funcionales que divertidas, esas esculturas parecen una celebración del exceso: expresiones de un barroco latinoamericano, vehemente y recargado, que prefiere el ornamento, el dinamismo y la desmesura. Un barroco desbordante, sensual, que involucra los sentidos.

Y, precisamente, otra de las acciones de Angel Ricardo consiste en la confección de un enorme pastel, tan desbordado como el resto de sus obras. Así, en la tensión entre equilibrio/desequilibrio, esa “escultura” efímera y comestible realizaría la más efectiva vinculación con el cuerpo, a través de las más diversas performances: desde comerlo y saborearlo hasta tirarlo y untarlo.

Por ello, contrario a una escultura depurada, económica, la propuesta de Angel Ricardo prefiere el contagio y el exceso. Vinculada al espacio doméstico, al mobiliario, a la escala y los afectos de la casa, a un espacio de intimidad, estos objetos se establecerían como una suerte de escultura anti-monumental, que busca una proximidad al sujeto. Por eso, algunas veces la superficie es incluso háptica, provocando el deseo al tacto.

Por otra parte, un breve relato del mueble en el arte contemporáneo podría conectar -entre otras- la propuesta de Angel Ricardo Ríos con las de la de la colombiana Doris Salcedo o la nicaragüense Patricia Belli. Sin embargo, mientras que en los muebles de Belli y Salcedo aparece cierta dimensión siniestra, vinculada a situaciones traumáticas, de dolor e incluso de horror, en los muebles de Angel Ricardo la experiencia es llevada al terreno del humor, del juego.

No obstante, hay también algo siniestro en esos cojines de Angel Ricardo, que amenazan inundar cualquier espacio, lo que podría verse como un “retorno de lo reprimido”, aunque en un sentido completamente afirmativo. Por eso, además de tremendamente divertidas, esas esculturas provocan cierto desasosiego; algo entre el afecto y la incomodidad.

Finalmente, no menos vitales que las piezas escultóricas, son las pinturas y dibujos de Angel Ricardo, repletos de formas voluptuosas; prototipos de muebles, cojines que salen desde y hacia todas partes. Y, ciertamente, el excelente tratamiento espacial en los dibujos, hace que éstos tiendan al volumen, como desbordando el plano bidimensional.

Ahora bien, tengo la impresión de que, cuando los muebles están pintados o dibujados, lo divertido se torna más bien nostálgico y el exceso apunta a cierta imposibilidad de contener o de clausurar. Es como si, al pasar de los proyectos dibujados al mueble real –si bien no menos fantástico- el exceso sólo fuese tolerable mediante el humor. Y es que ese exceso señala una ausencia: aquella que la proliferación incontenible de formas blandas pretendería rodear.

Tamara Díaz Bringas
Septiembre 2002

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