Angel Ricardo Ricardo Ríos, Metadiseños. Por Juan Antonio Molina

Metadiseños

Juan Antonio Molina

Hay que dar al término “design” [diseño] toda su envergadura etimológica. Puede desplegarse en tres sentidos: el dibujo [dessin], el designio [dessein] y el diseño [design]. En los tres casos se encuentra un esquema de abstracción racional: gráfico para el dibujo, reflexivo y psicológico para el designio (proyección consciente de un objetivo), y más generalmente para el diseño: paso al status de signo, operación/ signo, reducción y racionalización en elementos/ signos, transferencia a la función/ signo.

Jean Baudrillard
El diseño

Una lectura fetichista

Siempre me ha atraído la posibilidad de jugar con la etimología de la palabra diseño, más o menos en los términos en que lo hace Baudrillard. Tanto el término como la práctica que designa parecen resumir el universo semiológico en que se mueve la cultura contemporánea. Y es que pienso el diseño como un trabajo invertido en la cualidad sígnica de los objetos, para satisfacer la necesidad colectiva de signos. En tal sentido el diseño podría entrar más en el conjunto de los sistemas de comunicación contemporáneos que en el campo de lo práctico-utilitario. De hecho, yo creo que el diseño, tal como lo conocemos hoy día, señala el fin de la hegemonía de lo práctico-utilitario. Por una curiosa ironía, la frivolidad del diseño ha hecho que se vuelva trivial lo utilitario y lo funcional

En un contexto donde el consumo tiene una centralidad bastante significativa, no es extraño que la trivialidad de lo funcional se asocie al concepto de fetichismo. Pero incluso aceptando esa terminología, yo preferiría entender el fetichismo, no como la fascinación por el objeto, sino como la fascinación por el signo. Más aún, como la fascinación perversa por el lenguaje, o la fascinación por lo que tiene de perverso todo lenguaje. Es decir, el fetichismo llevaría a sublimar todo lo que no está dicho en un discurso determinado. Todo lo que el lenguaje mantiene entre líneas. El fetichismo buscaría la connotación más que la denotación. Por eso, en consecuencia, el signo no sería visto como expresión de una función, sino de una relación significante-significado. Al fetichista no le importa para qué sirve el signo, sino lo que no “designa” evidentemente. Por eso puede convertir el signo en algo privado. El fetichista se mueve en el terreno de los dialectos. Y eso aquí puede ser entendido también como el terreno de las omisiones, más que el de las prohibiciones.

La función de un objeto de diseño es significar que es un objeto de diseño, igual que la función de una obra de arte es significar que es una obra de arte. Ambas funciones deben ser leídas “entre líneas”, es decir, perversamente. En ambos casos, se impone una lectura transversal que descentra a la belleza y la utilidad para llegar a lo que Baudrillard llama “transferencia a la función/ signo”. Es cierto que en el arte esa función/signo se manifiesta por la necesidad de la lectura y de la interpretación, mientras que en el diseño todavía parece que el signo goza de una relativa autosuficiencia, en tanto no pide ser interpretado, sino que le basta con ser identificado. O sea que el arte todavía está sujeto a una moral de la que el diseño parece haberse independizado. Incluso diría que el diseño, tal como existe actualmente, parece satisfacer de manera más precisa la necesidad de que lo estético se distancie de lo moral.

Sin embargo, ya a principios de los 70, Baudrillard argumentaba que el arte se había convertido, o se estaba convirtiendo en un “metadiseño”1. En ése, como en muchos de sus planteamientos, creo encontrar un poco de nostalgia por la componente moral de la cultura. Se entiende entonces que Baudrillard le otorgara una carga negativa al término. Para él, el arte como metadiseño sería el arte que no ha alcanzado a llenar el vacío de discursos críticos dejado por Dadá o el surrealismo. En el tránsito de los años 60 a los 70, Baudrillard veía ese arte como una lamentable sucesión de lo que habían entregado artistas como Klee, Kandinski, Mondrian o Pollock; para él, “últimas llamaradas críticas del arte”.2 “¿Dónde se está hoy?”, pregunta Baudrillard, para ofrecer él mismo la respuesta:
En la manipulación cinética, o lumino-dinámica, o en la escenificación psicodélica de su surrealismo deformado y marchito, en suma en una combinatoria que es la imagen misma de la de los sistemas reales, en una operacionalidad estética (…) que no se distingue en nada de la de los programas cibernéticos. La hiperrealidad de los sistemas ha absorbido la superrealidad crítica del fantasma3

Si me he extendido en este tema es precisamente porque en principio ese concepto de “metadiseño” me ha parecido una referencia suficientemente provocativa para un acercamiento a la obra de Ángel Ricardo Ríos. Sobre todo porque este artista ha venido trabajando en la producción de objetos que se ubican entre el arte y la decoración o entre la escultura y el mueble. Y esto obliga a entender su obra relacionada con el diseño de espacios y con la arquitectura de interiores. Pero también relacionada con el campo de lo que Baudrillard llamó “la economía política del signo”, si la entendemos en términos de transacciones simbólicas, subrepticiamente filtradas en el terreno de la experiencia estética.

1 Jean Baudrillard. Crítica de la economía política del signo. México DF. Siglo XXI Editores. 1977. Pág. 238
2 Idem
3 Idem

He aceptado sin muchas reticencias la posibilidad de que toda obra de arte oscile entre un valor de exhibición y un valor de culto, tal como sugería Walter Benjamin. Aunque Benjamin, con justificado pesimismo, suponía que el segundo llegaría a suplantar al primero en una sociedad dominada por los medios de comunicación masiva y las tecnologías de reproducción de la imagen. Yo creo que en la actualidad ambos valores adquieren nuevas expresiones (nuevas “fisonomías”), llegando incluso a enmascararse el uno en el otro. Analizando las obras de Ángel Ricardo, creo evidente que las tensiones y las permutaciones entre valor de exhibición y valor de culto se complementan con (y además interfieren en) la manifestación y la realización del valor de uso. El resultado es una serie de objetos que exhiben un valor de uso que a su vez está subordinado a las variantes de culto que constituyen el sistema del arte contemporáneo.
Por razones obvias me queda claro que la obra de Ángel Ricardo Ríos no encaja en el panorama que reseñaba Baudrillard. Debo aceptar entonces que, al menos en este caso específico, cuando hago uso del término “metadiseño” lo hago pensando en algo diferente de lo que enunciaba (o denunciaba) el pensador francés. Estoy pensando primero en lo que define a la obra actual de Ángel Ricardo Ríos en términos pragmáticos: la coherencia con que se ubica simultáneamente en el campo del arte y en el campo del diseño. Y aquí la coherencia no es un dato a subestimar, porque permite entender el trabajo de este artista con toda la carga estratégica que posee.

Cuando hablo de “estrategias” en el arte contemporáneo siempre lo hago intuyendo una intención de posicionamiento. Y la obra de Ángel Ricardo responde perfectamente a esa expectativa. Que el posicionamiento sea ubicuo sólo me lleva a suponer una cosa: que la simulación también forma parte de esa estrategia. En términos más simples: si moverse entre el arte y el diseño es una estrategia del arte, entonces el diseño es más un simulacro que una consecuencia. Parafraseando a Baudrillard podría decir que en la obra de Ángel Ricardo la superrealidad crítica del fantasma sobrevive fingiendo ser absorbida por la hiperrealidad de los sistemas. Esto implica también la deconstrucción de una racionalidad que se pretende hegemónica dentro del arte contemporáneo. Yo diría que en la obra de este artista la racionalidad es ante todo una réplica. Y lo digo previendo al menos dos posibles acepciones: réplica en tanto eco o reproducción (incluso en tanto copia o simulacro) y réplica también en tanto respuesta o en tanto posible subversión.

De antemano reconozco que lo que más me atrae de esa obra es su juego con la componente fetichista del consumo. Y precisamente por ello, este texto tiene muchas posibilidades de convertirse también en una lectura fetichista del objeto artístico. Encuentro una gran dificultad en aceptar una obra de Ángel Ricardo como lo que es, cuando todo me conduce a quedar fascinado con lo que no es. Reconozco en esto también mi tendencia a convertir en objeto de goce estético lo omitido y lo desplazado en y por la obra de arte y, en consecuencia, a gozar los procesos de desplazamiento y omisión que la obra de arte genera.
En los trabajos recientes de Ángel Ricardo Ríos esos desplazamientos producen efectos de tensión y yuxtaposición entre distintos elementos de función y de significado. Algunos de tales efectos pueden ser resumidos como la consecuencia de la invasión y la inversión de un campo de significado por otro correlativo. Por lo menos me gustaría comentar algunos ejemplos que pueden ayudar a visualizar la transversalidad de estos desplazamientos, que corren sobre ejes constituidos por oposiciones muy precisas: el contacto a través de la lógica de la exhibición; el título a través de la lógica del mueble; lo blando a través de la lógica del monumento.

Cuando el contacto atraviesa la lógica de la exhibición

Vistas en la galería de arte, las esculturas cumplen con un requisito que sigue siendo importante en ese contexto: la inercia, la inactividad y la exposición. El arte contemporáneo no ha renunciado al principio de la contemplación por cuanto no ha renunciado al espacio de la galería. Una obra que se expone es una obra que se ofrece, y eso implica cierta condición de pasividad. Paradójicamente, la escultura se ofrece a todos los sentidos excepto al tacto, que debería ser de los más privilegiados. Pero es que el espacio de la galería y el espacio del museo son represivos. En esos espacios lo primero que se aprende es a reprimirse frente a una obra de arte.
Todas las esculturas de Ángel Ricardo Ríos invitan al contacto físico. Son objetos que significan la posibilidad y la necesidad de la manipulación. Son también objetos que significan y señalan al cuerpo humano. El cuerpo humano es aquí significado como cuerpo del usuario y, eventualmente, como cuerpo del propietario. Pero nunca como cuerpo del espectador. Ninguna de esas esculturas está pensada como el tipo de obra que involucra físicamente al público y lo lleva a “participar” o a “completar” la pieza. Sin embargo, en tanto representaciones, construyen una virtualidad que remite, negándola, a la lógica represiva de la exhibición. Si la escultura representa una mesa, o un sillón, por ejemplo, entonces está representando, junto con el uso, al usuario. Como espectador, lo primero que veo es la escultura, lo segundo es el sillón. Por último, me veo a mí mismo sentado en el sillón. Es decir, me veo también representado por la obra.

Lo representado siempre se presenta como ausencia y como posibilidad. En la galería de arte, las esculturas de Ángel Ricardo exhiben su posible condición de objetos útiles, pero al mismo tiempo marginan esa condición: la expresan como ausencia. Para verme sentado en el sillón tengo que ausentarme de mí (y de la galería). No es tanto un esfuerzo intelectual como un esfuerzo de la imaginación. No es tanto un trabajo racional como un trabajo estético.
La mayoría de estas obras se transforman. La metamorfosis es uno de los recursos de diseño que mejor ha desarrollado Ángel Ricardo Ríos. Con esto logra que sus piezas disimulen el lado funcional al mismo tiempo que lo simulan. Muchas son obras “plegables”, pero también son obras en las que la función se “repliega” detrás de su propia retórica. Una pieza como El bostezo (2004) necesita ser desplegada para ser usada o simplemente para poder imaginar su uso. Lo mismo ocurre con Capitel (2003) o con El Baticano (2005).

Cuando el titulo atraviesa la lógica del mueble

La utilidad se repliega tras el título igual que se repliega tras la forma. Bajo la influencia del título, el objeto deja de interesarnos por su función y comienza a interesarnos por su capacidad comunicativa. Entramos en el dominio de una discursividad que conecta al objeto con la imagen. Y ese objeto que exhibe su conexión con la imagen se nos revela como un objeto iconográfico.
El título remite a un referente imaginario que se ubica fuera de la relación de la escultura con el mueble. A ese referente puede llegarse por la vía de la metáfora, aunque siempre el impulso inicial es a buscar la analogía. En una pieza como La flor (2000), el título nos obliga a buscar en el objeto la semejanza con una flor, como en Columnas (1999) nos conduce a encontrar la semejanza con el objeto designado. En esos casos el título se dirige de manera más directa a la forma del objeto, pero se refiere a imágenes que a su vez están cargadas de fuertes connotaciones en la cultura occidental. 4El cubo (2002) remite también a la forma del objeto, pero de manera más tautológica, aun cuando el objeto mismo contiene elementos que rompen su estructura cúbica, o sea, que de hecho rompen la relación entre título y forma.

4 La flor remite a la naturaleza, mientras que las columnas remiten a la arquitectura. Pero lo más interesante es que en ambos casos podemos detectar distintas referencias a la sexualidad. De hecho, ambas obras pueden ser usadas para ilustrar la manera en que se complementan lo femenino y lo masculino en la obra de Ángel Ricardo Ríos. La flor es un claro ejemplo de estructura formal que remite a la sexualidad femenina, mientras que las Columnas obviamente remiten a la forma del falo. Claro que es un falo reblandecido, pero sobre eso abundaré más adelante.

La cualidad iconográfica de estas obras se manifiesta también en la relación del objeto-escultura con el objeto-mueble. El objeto-mueble, las más de las veces, debe ser revelado, desplegado, descubierto e, incluso, imaginado. El objeto mueble es también un referente del objeto-escultura. Pero la escultura no remite al mueble por una relación de analogía; es decir, no se trata de una escultura que parece un mueble. Tampoco es una relación simplemente indicial. O sea, no se trata de que la escultura sea un residuo o una emanación del mueble, ni el mueble es un objeto contaminado o transformado por la escultura. Cada uno de estos objetos es una escultura y un mueble al mismo tiempo. Y esa ubicuidad no existe sin incorporar un elemento de negación: la escultura niega al mueble tanto como el mueble niega a la escultura. El mueble es un error de la escultura tanto como la escultura sería un error dentro del discurso del mueble, si ese discurso existiera.

Cuando lo blando atraviesa la lógica del monumento

La escultura, tal como se concibe tradicionalmente, sigue regida por la lógica del monumento. Esa lógica puede ser asociada, entre otros aspectos, con la ilusión de solidez. Un monumento expresa su solidez como una cualidad material de su propia constitución, pero también como una relación física con su contexto. Es decir, la solidez también es consecuencia de una relación con el suelo. Lo monumental (y eso es válido para la escultura, cualquiera que sea su formato) tiene una pesadez, o una gravedad, que expresa y que proviene de su conexión con una base, sea natural o artificial.

El monumento (y esto también incluye a la arquitectura) es ante todo la expresión de una imagen de lo umbilical, que funciona como metáfora de la consecuencia de la naturaleza en la cultura. En tanto monumento, la escultura siempre está “plantada” de alguna manera, y en ese sentido acepta el símil y la metáfora que lo comparan con un árbol. Cuando hablo de una relación física del monumento con su contexto me estoy refiriendo a la relación del objeto con el lugar, y lo estoy pensando en términos similares a los que adopta Heidegger en su disertación sobre el arte y el espacio:
La escultura sería la encarnación de lugares: una encarnación que, cuando abre un paraje y lo custodia, mantiene lo libre reunido a su alrededor, presta permanencia a cada una de las cosas y otorga al hombre un habitar en medio de ellas.5

En tal sentido, en el monumento se expresa una relación simbólica entre lo cerrado y lo abierto, donde el objeto se expresa como volumen puro, intransitable, mientras que abre todo el espacio a su alrededor. Que ese abrir Heidegger lo vea como una producción, es tema para una disertación más amplia.6 De momento me interesa añadir que en el monumento se expresa también una relación ente lo alto y lo bajo. Y es que la solidez esconde también un sentido ascensional. Y, digámoslo de una vez, la lógica del monumento es la lógica de la erección.
Si con lo blando, las esculturas de Ángel Ricardo atraviesan la lógica del monumento es, entre otras cosas, porque subvierten su sentido fálico. Aun cuando lo blando en estas obras se complementa con lo duro (en estas arriesgadas combinaciones de materiales como el metal, la madera, el plástico y los textiles) y ciertamente estas oposiciones remiten a un juego combinatorio entre lo masculino y lo femenino, me queda claro que igualmente constituyen una forma de socavar la solidez del monumento. Esto se aprecia en Columnas, pero igual otras obras como Los huevos, El baticano o El bostezo serían ejemplos suficientemente ilustrativos.

5 Véase Martin Heidegger. El arte y el espacio. En Toponimias. Ocho ideas de espacio. Fundación La Caixa. Madrid, 1994. Págs. 39-42
6 “Con todo, es probable que el vacío esté hermanado precisamente con lo que es propio del lugar, y entonces no sería carencia alguna: sería un producir.” Martin Heidegger. Op. Cit. Págs. 41-42

Por otra parte, hay que entender también que lo monumental viene asociado a la lógica de la trascendencia. El monumento es algo que está llamado a sobrevivirnos. Por eso se convierte también en algo que llama la atención sobre nuestra propia finitud. Lo que tiene de conmemorativo el monumento es lo mismo que tiene de funerario. La lógica del monumento es una necro-lógica. Es decir, ni lo efímero, ni lo corruptible entran en ese sistema de connotaciones. Las piezas que realiza Ángel Ricardo, incluyendo la posibilidad y la necesidad de la manipulación, del uso y del desgaste (incluso de la reparación y a sustitución) niegan la lógica del monumento y, por cierto, niegan también la lógica del coleccionismo.

Probablemente la obra que alude de manera más literal a esta irónica relación con lo monumental es Pedestal para retrato (2005). Primero que nada, la escultura tiene la forma de lo que debería ser la base de una escultura. Es decir, aquí la base (lo que sería el soporte y parte del instrumental del monumento) tiene un carácter monumental por sí mismo. O más bien, está construido sobre la simulación de lo monumental. Pero a esa sustitución del monumento por su base se añade la alusión al monumento (el “retrato”) desde el título. Todo este sistema de connotaciones se ve fracturado a su vez por el trabajo decorativo sobre el objeto (base y monumento al mismo tiempo). Aquí Ángel Ricardo introduce la posibilidad de otra doble lectura. En vez de acudir al recurso de lo blando acude al recurso del vacío. Porque parte del efecto decorativo depende del trabajo de relieves que abren huecos y crean salientes en el bloque. Eso termina dándole un efecto de fragilidad a un objeto que debería sostenerse sobre el recurso de la solidez. La otra parte depende del color añadido. Y de aquí depende la segunda lectura. Porque al final el color le da un toque kitsch a la escultura, lo que constituye una de las más drásticas subversiones que se pueden hacer a un monumento. En resumen, esa obra es una especie de monumento invertido. Y eso implica sobre todo una inversión de valores, que afecta en última instancia la relación entre el objeto, su significado y su destino.

Es que en general Ángel Ricardo Ríos produce una obra que contesta y que subvierte su propio designio. En tal sentido convierte lo que tiene de utópico en una ficción irónica. Todo esto es posible por su carácter particularmente semiológico, porque ni la función estética ni la función utilitaria son aquí más importantes que la función-signo; o, para ser más preciso, ni la función estética ni la función utilitaria existen más allá de la función-signo. Las esculturas-muebles de Ángel Ricardo exhiben su forma y su utilidad fundamentalmente como discursos. Por lo tanto, sentarse en uno de sus sillones es ante todo un acto del lenguaje y un comentario sobre el arte. Acto previsible, ciertamente, pero no por ello menos perverso.

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